Los primeros días ya marcaron el tono de la expedición. El cruce del estrecho de Barrow —una zona conocida por su hielo delgado e inestable— puso a prueba la moral del equipo. Lo que parecía una solución segura, el transporte con trineos tirados por motos de nieve, se esfumó cuando los conductores locales cambiaron de planes en el último momento. El avance hacia el sur parecía imposible.
Fue entonces cuando el equipo tomó una de las decisiones más delicadas de toda la travesía: fletar un avión para sortear el tramo más peligroso. “Nos arriesgábamos a abortar todo el proyecto si no encontrábamos una solución. Así que decidimos invertir en un vuelo chárter para poder seguir”, cuenta uno de los expedicionarios.
Un DeHavilland Twin Otter, preparado para aterrizar sobre el hielo marino, apareció como una nave casi de ciencia ficción en medio de la desolación ártica. Junto a sus jóvenes pilotos, el aparato se convirtió en el puente que mantuvo vivo el objetivo. Aterrizó con precisión en una bahía helada al sur del estrecho, Back Bay, un rincón remoto sin ningún tipo de señalización donde comenzaría, por fin, la travesía en esquíes. “Subimos los trineos —cada uno de más de 120 kilos— bien asegurados dentro de la cabina. Volar sobre el mar helado fue surrealista. Ahí te das cuenta de la magnitud del lugar donde estás.”
Ese vuelo no solo salvó la expedición: también representó el contraste más brutal entre la velocidad de la tecnología y la lentitud autoimpuesta del avance sobre esquís y sin motor.A partir de ese momento, el avance volvió a depender únicamente de nuestros esquís, del esfuerzo físico y de la capacidad de orientación en uno de los entornos más extremos del planeta.
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