
Día 13 de mayo, Isla de King William. Última puesta de sol del verano. Comienza el sol de media noche
Los días comenzaban a parecerse entre sí. La rutina helada, las largas marchas y la escasez de descanso nos empujaba al límite. La estrategia fue clara desde el inicio: aligerar los trineos a base de consumir alimento y combustible para avanzar cada vez más rápido. Pero el tiempo jugaba en nuestra contra. Las tormentas nos habían robado tres días y medio, y solo nos permitimos un día real de descanso. No había margen: debíamos pasar de 20 a 24 kilómetros diarios si queríamos llegar a tiempo.
El 12 de mayo a las 11:50 h, tras 37 días de travesía, pusimos pie sobre la isla de King William. Dejábamos atrás el hielo marino. Nos abrazamos, grabamos algunos vídeos, y continuamos sin más demora. Aún quedaban 42 kilómetros hasta la localidad inuit de Gjoa Haven. Y apenas un día y medio por delante.
Fue entonces cuando Sechu propuso un último “ataque a cima”: acampar solo con lo imprescindible, fundir nieve, cenar, dormir apenas una hora… y seguir. Un esfuerzo non-stop para llegar. Sin pausas. Sin dormir.
La jornada final fue una odisea. El agotamiento nos hizo avanzar como sonámbulos. Un despiste en la navegación nos sumó cinco kilómetros más. Sin agua, sin comida, solo el impulso de llegar.
No fue hasta el último día, día 39, que veríamos por primera vez un rastro humano.
Al llegar al único hotel de Gjoa Haven, con la nieve ya pisada bajo nuestros pies, nos esperaban Jennifer, responsable de la comunidad, y Sam, coordinador local de búsqueda y rescate. Su recibimiento cálido, contrastaba con la dureza del paisaje que habíamos dejado atrás.
—¿Necesitáis algo? —nos preguntaron
—Comida —respondimos, al unísono.